Angélica y la comida.

Angélica todas las mañanas se asomaba al balcón de su vida, para tirar los malos proyectos, junto con los restos de comida del día anterior. Hoy, tres guisantes que le quedaron de la cena de ayer. Lanzaba lejos de si, como una jabalina, y con rabia, mientras sus ojos proyectaban al aire sus lagrimas puras. Pocas veces se sentía bien consigo misma y lo bosquejaba en la comida.
Resarcirse mientras veía llover en su balcón, al que debía una fe devota; sentada en un cojín de plumas que la abuela Gertrudis le cosió a conciencia, recibía su vida entre los días y las noches, sobre todo le gustaba cuando llovía. Mojarse no le importaba. Contemplaba la belleza de ese momento en que, al levantar la vista, observaba como caían gotas de agua y que indefectiblemente no podían detener su destino de romperse contra la forja del balcón o contra el piso.
Le gustaba imaginar que poseían una pureza inocente, que eran perfectas, únicas e irrepetibles, cada una tenía su protagonismo y su personalidad.
Sentía que una gota de lluvia, alimentada por el aire limpio y de las nubes blanquecinas después de una tormenta, podía devolverle a la vida, a su rumbo.
Angélica odiaba comer, odiaba todo lo que tuviera que ver con ingerir alimentos, desde chica, no le gustaba masticar, se le hacía bola, como solía poner de excusa a su madre.
Arrojaba pequeños restos de comida al aire para ver si se estrellaban y desaparecía su malestar y los gatos del barrio lo esperaban como agua de mayo: para ella eran sus magos, ajenos al desaliento que sufría, comían lo que ella no quería, y al menos causaban una media sonrisa en el blanco rostro de Angélica.
Perdió la ilusión con sabor a miel, se fue por el viejo balcón mezclado con el olor a tierra mojada. Sentada bajo la luna sin querer levantarse, ni querer ingerir alimento alguno... inapetente como sus sentimientos, consiguió doblar las esquinas de su razón y saborear poco a poco una sopa de ave que su abuela le cocinaba con todo el amor del mundo que contiene una olla y caliente afecto de unas manos para abrazar el cuerpecito de Angélica.

Comentarios

  1. Hay una pequeña Angélica dentro de mi...
    sus guisantes fueron mis tostadas de muchos, por no decir todos, mis desayunos de la niñez. Siempre a espaldas de una mirada materna vigilante y preocupada.

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