escalera de incendios
Mi gorro de fieltro estaba
empapado y las gotas de lluvia deambulaban a sus anchas por mi espalda, maldije
el temporal con furia y una ráfaga de viento hizo tropezarme con mi paraguas.
Acerté a coger en mi bolso un paquete de tabaco húmedo, mordí un cigarrillo,
encendí a duras penas con dos cerillas que quedaban perdidas en el fondo. Me
resguardé en la escalera de incendios. Ya nada más podía pasar. En cubierto,
bajo un cielo que se abría en dos mitades; miles de fogonazos, que sumados a
los truenos ensordecedores, ahuyentaban a la gente que corría para
salvarse de un fin del mundo cercano.
Me senté a esperar,
consumida como mi segundo cigarrillo, en la escalera enrejada que formaba
una habitación cuadrada cuyas paredes de celosía simulaban una celda. Empapada,
sola, viendo llover y a la gente correr, me vinieron vagos pensamientos
olvidados en la parte de atrás de mi alma, esos a los que el miedo aporrea mi
cabeza.
- ¡Maldito día!.-
mascullando las palabras, una desconocida entró en la escalera donde yo estaba
sentada.- mi abrigo jodido y acaba de empezar la temporada.- se sacudía.
De espaldas a mí, divisé
un cuerpo que me llamaba la atención, la sacudida del pelo, y mis ojos
alcanzaron ver unos glúteos firmes, haciendo eco a su delantera perfecta
desafiando a las leyes de la gravedad, me dijo:
- ¡Vaya día! ¿Verdad?.-
mascaba chicle y palabras a partes iguales. Me parecía bellísima, subida en
unos tacones rojos de vértigo y enfundada en unos tejanos pitillo que dejaban
entrever sus piernas kilométricas.
- ¿Llevas mucho aquí?,
esto no tiene pinta de parar, maldita sea, mi blusa calada.- se miraba y yo
miraba sus pezones erectos entre la tela de organza de la blusa de escote en
uve.
- La primavera está cerca;
yo soy de agua dulce y ver llover me encanta, de hecho, me pone contenta.- le
dije haciendo un ademán para que se sentara a mi lado.
Desperté todo el instinto
animal; su olor hizo palpitar mi partes bajas, mi sangre aceleraba mi corazón y
la respiración se hacía más evidente... Ella me miraba, mientras yo notaba que
mi humedad interior se mezclaba con la exterior.
Le tendí mi mano.- Hola,
soy Elvira, encantada.-
- Hola, Martina,
igualmente.- Rechazó la mano y se acercó a darme dos besos rojos sobre mis
pómulos fríos.
Olía a madera húmeda,
jazmín y flor de naranjo, conocía su perfume, me embriagaba el rico olor.
Ninguna mujer había
conseguido que me excitase tanto. Empecé a desearla, y moría de ganas de
meterme entre esos labios rojos que asemejaba mi sangre correr por mis venas.
Me quería aproximar a la
sensación de enlazarme a una caída libre del cuerpo de Martina y beber los
besos de su lengua.
Ambas sentadas,
observábamos nuestro exterior, mudas. Un silencio roto por el agua de lluvia y
mis gritos de deseo.
Martina acercó su mano a
mi entrepierna, sorteando mis medias y bragas, remolinaba con su mano mis
labios que latían como si fueran a engullir los dedos finos y suaves. La piel
marcaba el protagonismo de mi humedad, y ella entre espasmódicas arias parecía
reventarse de placer. Abrí mis piernas para que pudiera entrar a mi verdad
clitoriana y evocar en mi cúspide de nuestros temblores, un latido único, sin
importarnos ni lo más mínimo en ser expulsadas del paraíso.
El placer que sentíamos
era comparable a la libertad, dueñas de nuestros cuerpos y de nuestras
emociones.
Acerté a alcanzar su boca,
mientras ella seguía emanando mis fluidos con sus dedos, entrando y saliendo de
mi gruta.
Me arrastraba a su mundo
de desvarío, estaba tan a su merced, que ella podría matarme en ese instante,
pero, al menos antes de sentir la fría muerte, había tocado la felicidad como
sacrificio de todos los sentidos.
Mi lengua recorría la
geografía de su boca, la socavaba, la saboreaba, la disfrutaba... Toda ella me
sabía a dulce hiel. Iba y venía, venía e iba.
Nuestras miradas se
encontraron destellando tonos azules y verdes, no necesitaba más que abrazarme
a su espejo para poseerla. Sacó de mi interior su mano y la lamió, hizo
encontrarme la infinitud de nuestro universo.
- Debo irme. Ha sido un
placer, Elvira.- me besó en los labios, y escapó de mi deseo.
Tanta timidez era una
provocación a mi ruidosa manera de ser. Me quedé en silencio, y allí encontré
la paz. Ningún ser humano me había hecho sentir así. Inhalé profundamente
todos aquellos aromas con sabor a ella y me refugié en su recuerdo, mientras se
difuminaba en el grisáceo de la tarde.
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