pan y chocolate



Yo no protejo a ningún templo de la fe, no soy patrono de ninguna festividad, tampoco toco la trompeta cuando tengo arrebatos y no consigo frustrar los males que supuestamente manda Lucifer... Luciferes tengo, que son los que me hacen caer y mi armadura es mi caja torácica y mi lanza, mirada y palabras... Peso en la balanza, las sonrisas, la bondad, los abrazos que mecen mi nostalgia y mi orgullo, revueltos con el afán de quererme, de amarme.
Heridas, todas, sumergidas entre los que me lastiman y arrullan con las palabras dolientes... Arcángel caído... Príncipe de las ánimas...
De pequeño me contaba mi madre historias... era un día especial mi veintinueve de septiembre, incorporado el dorado ocre otoño y asomando un vago y melancólico veranillo de los de abanico y sudor; reciente la vuelta al cole, llegaba a casa, y me encontraba con un rico bocadillo de chocolate: Cuscurro sin miga y la onza de chocolate hundida entre la corteza...
- Esta es la merienda de día de San Miguel....- me decía apartándome el flequillo de la cara.
Mi sonrisa lo decía todo; daba igual si al mediodía no me hubiese comido el plato de verduras cocidas, o el pescado que tanto odiaba... Mi madre, por San Miguel, me perdonaba mis travesuras, y me premiaba mi pan con chocolate... al terminar, mi bolsa de chuches que comprendía nubes rosas, palotes de fresa y lo mejor... los cigarrillos de chocolate con los que jugaba simulando adulto, aspirando y expirando el humo no existente.
Crecí con este día especial, y cada veintinueve de septiembre, realizo la misma merienda, y la nostalgia no borra los antiguos besos, crecidos como una flor, que recibía con las felicitaciones... Los guardo todos, unidos en cadena entre los olores y sabores de este día... recuerdos que he conseguido atarlos como mi quimera sumidos a modo de ungüento para mi alma.
- San Miguel estaba sentado en el borde de una nube, balanceando los pies.- narraba mi madre, mientras hacía ganchillo.- Sufría uno de esos días de gloria en los que su apatía celestial le impregnaba hasta la última pluma. Perdió el interés de volar de la ceca a la Meca y alabar a Dios le parecía ya una hipocresía. Pensaba que la verdadera grandeza está en adorar a nuestros iguales, sin endiosar. Desde su jugosa nube veía juguetear a los ángeles de tercera, aquellos que la divina providencia había permitido que existieran en las Sagradas Escrituras.
Eran tantos los designios incomprensibles, por San Miguel, y tanta la eternidad transcurrida que no se había acostumbrado a acatar las órdenes del Supremo y ni siquiera buscarles justificación.
Cuando las nubes eran negras como el azabache, su mirada extraña, le asaltaban las dudas y se alejaba de lo que debía ser Bueno, o creíble: evitaba cualquier encuentro con el jefe omnipresente. Las horas balanceaban entre sus pies y la luna se acomodaba entre sus alas, miraba hacia abajo, dejando caer sus lágrimas incomprendidas, a modo de lluvia: "Tenía que haberme ido con él", pensaba, y echaba de menos al que había sido su mejor amigo, Lucifer, el primer ángel que voló por rebelarse contra Dios, dejando al cuidado de la luz al pobre San Miguel.

Escuchaba atento, sin dejar de mordisquear mi rico pan con chocolate.
- Nunca debes poner etiquetas a nada... cada persona es como es... San Miguel cuando sueña, sueña con su libertad y mientras tanto espera latente la llegada de la luna protectora, que le haga feliz.

Comentarios

  1. Que bonito, que entrañable, si es que lo cuentas tan, pero tan bien que parece que estoy viendo a mama...eres magnífico, de nuevo te reitero que no pares, sigue, que quien te lee le calientas el corazón

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