No sé qué hacer con mi vida...



María se tambaleaba subida en el rail del tren que conecta su pueblo con la gran ciudad. Canturrea un estribillo de una canción pegadiza que escuchó en la radio. Despacio, como un artista del alambre, tambalea a ambos lados. Izquierda. Derecha. El poder estaba en su mente. Rescata del bolsillo del pantalón deshilachado una golosina. La incertidumbre le atravesaba el alma. No sabía si tumbarse y apoyar su oído en la vía para escuchar la llegada del tren o recorrerla hasta el pueblo más cercano. Trataba su vida como un trasto viejo. Pero era su vida. Suya propia. De nadie más. 
Soñaba con ser una heroína de cómic. De esos que su hermano tenía en la repisa del trastero. Soñaba con volar lejos de donde se encontraba. Vivía para un ojalá. María tenía una forma peculiar de estar en su mundo. Cerraba sus ojos y se mordía el labio inferior: imaginando. 
Chupó su dedo al contacto de la golosina con su lengua. Sabor amargo. Miró sus manos. La sangre reseca afloraba por las falanges y recorría su muñeca. Su pulso iba en detrimento de la luz del día. Hizo bajar la temperatura corporal hasta confundir vivos y muertos. 
En su pueblo la llamaban pequeña deslenguada. Siniestra. Funámbula. Loca de atar. Perdida. Ella ríe cada vez que lo recuerda. "Solo soy lo que soy", susurra. 
Se desnuda frente a un sol de dura caída. Sigue abriéndose paso entre la distancia que le separaba y su cuerpo despojado de recuerdos. Le faltaba valor. 
Era un día perfecto para lo que se traía entre manos, pese a que le costaba sonreír. Hoy la suerte no estaba de su lado. 
Se dejaba llevar como la hoja caduca en un aire seco de verano. María tenía el mundo en su contra, quería vivir para siempre a su aire. Se escapaba de su hermosura. No volvería a crecer, a sentir. 
Una angustiosa calma recorría sus brazos estirados, su tambaleo, su desnudez. El atardecer se paró en sus pupilas azules. Abiertas de par en par. Esperando. La boca entreabierta. El cuerpo inerte, blanquecino. María no había combatido en una guerra, pero había perdido la batalla del miedo, de su miedo, de ese del que nadie quiere ser testigo. 
Incomprensible. Rasgada de muñecas, de corazón abierto. 
Ahora se la lleva el viento de un verano de tristeza, de su cabeza. Sin futuro, el tren pasó de largo. Arrollando. Se disipó la duda de qué hacer con su vida. Su miedo. Su pensamiento.  
Lo que empieza, acaba. Acabó, sin más. Pronto. Desafió a su posibilidad de ser feliz. Espantó la decepción de vivir, no le importaba su equivocación. Se limitaba a seguir la ley de su razón. Ahora es esencia. Ahora es materia. María volvió a crecer en sus ansias de morir.
Fue el principio del fin. 

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