Morfología d e l a S o l e d a d . . .


Laura telefoneó a última hora de la tarde para contarme que se casaba. Desde la última vez que vino de visita no paró de hablar ni un segundo, casi cinco horas seguidas, ensalzando al hombre con el que tenía una razón para levantarse cada día. 
- Ahora, de repente, se casa.- Dije en mi interior como si alguien me oyera. - Demasiados corazones hay sin consuelo.- sonreí.
No me dijo hace quince días, que dentro de un mes se casaba. De la conversación telefónica saqué en claro que iba a ser una ceremonia informal, algo rápido.
- No te preocupes, iré con la cara lavada.- le resté importancia.
Colgué el teléfono y me colgué yo de la pared blanca del pasillo, mientras mi gato me miraba atónito como si quisiera decirme:
- ¿Piensas que el amor es un mandamiento de dos? Eres tonta de remate.
Me destrozó profundamente las imaginadas palabras de Miló, que correteaba entre mis pies, sabiendo que de alguna forma llevaba razón. 
Había visto casarse a todas mis amigas, primas, sobrina, e incluso a mi vecina, que todo mundo decía que se iba a quedar para vestir santos.  
No entiendo mi miedo y mi obsesión a quedarme sola, sin nadie, sin que alguien piense en mí, y sentirme como un olvido... 
Desde niña, mi padre me regalaba todos los viernes una margarita blanca, tan blanca qué podía escribir mis deseos en cada pétalo; la deshojaba, divertida, deseosa de un sí, deseosa de sentirme atrapada por el deseo de que alguien estuviera conmigo...
Hoy después de veinticinco años, compro margaritas blancas todos los viernes, en el mismo puesto del barrio y sigo esquivando los noes como fuertes embestidas negras en el  pétalo blanco de mi alma.
Sé que mi destino estará en la locura, y mi entrega, el viento del crudo invierno. Lo que peor llevo es llegar a casa, y no poder contar lo que me quema, no poder compartir mi universo y la botella de vino que termino yo sola como si se me fuera la vida en ello. Harta estoy de limpiar un plato, una copa, y un cubierto manchados de ternura. Dormirme abrazada a una desgastada y abombada almohada. 
No es tristeza, es costumbre de que mi vida sólo tenga un rumbo y una mínima expresión e inquietud. 

Tumbada en el diván de la consulta notaba que mi desafío estaba lejos, y mi locura más cerca, me daba terror salir y encontrarme una tormenta existencial. El pensar y el darle vueltas a la misma idea: Soledad. Me mataba. 
Al abotonarme la chaqueta, la doctora me dijo:
- Elsa, querida, el principal motivo por el que te sientes así, es porque tú misma no te quieres. Te lamentas por un miedo que te viene desde pequeña y no pones remedio para subsanarlo.

Era como si me tiraran de una cuerda del fondo de un pozo seco, y mi cabeza no afrontara la idea, no quería oír lo que me decía. 
Su mano abrazaba el contorno de mi brazo.
- Suelte, tengo prisa. 
- ¡No!. Ahora me vas a oír, siéntate. 
Desbloqueé la mirada de su cara, y me centré en un cuadro de dibujos extraños y colores opacos. En mi silencio habitaba sus palabras. En mi miedo reposaba su cercanía. En mi aliento, su ayuda. 
Me relajé. 
- Elsa, escucha, sufres una soledad impuesta, ya que tu situación actual no es la deseada por tí, aunque te escudes en preceptos de que eres feliz en tu soledad y acabas convenciéndote a tí misma  de que estás sola porque realmente lo quieres estar... debes hacer una autocrítica para... 
Desconecté de sus palabras porque encontré el pequeño resquicio de aliento, sin volver a caer. 
El aire fresco de los pasos rápidos que daba me provocó una sonrisa, y las lágrimas afloraron como un desahogo. 
Hace semanas que llevo observando a un chico en el supermercado que me ofrece yogures de unos sabores nuevos; sólo hemos intercambiado un hola insulso pero las miradas entrelazaban algo más que un saludo.
Entré en el supermercado, decidida, entendiendo que no vale la pena lamentarse sin hacer algo por una misma para sentirse querida.
Giré el pasillo de las verduras, y ahí estaba con una bandeja ofreciendo el mañana, sin ser vista, observé mi día claro, quería perder esta soledad ingrata. Quería comprobar si existe un mañana. Avancé sigilosa, como si tomara una determinación... y me puse detrás de él. Le toqué el hombro con mi mano izquierda. Se giró, me miró con sus grandes ojos, esbozando un gesto de sorpresa.
- Hola, soy Elsa. Me encantan tus yogures. - una risita nerviosa descarriló mis palabras agolpadas.
- Hola Elsa, soy Darío. Encantado. 
Nuestras miradas se quedaron enganchadas entre los estantes de los yogures, impertérritos uno frente al otro, dijimos a la vez:
- ¿A qué hora sales?
- ¿Qué haces luego?
Hablamos durante diez minutos que se convirtieron en el mejor momento de los últimos años de mi vida. 
- Te espero a las diez.- le dije.- Abrázame para que alguna vez piense en mí. 

Me acerqué a la floristería. Era viernes noche y compré doce rosas rojas.





  






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